Un Restaurante

2013 . 2015

Schweppes 100Tareas 100

 

 

https://1restaurante.blogspot.com/

En este blog fuí subiendo una serie de textos que escribí durante la producción de los óleos y videos.

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La segunda edición de Un Restaurante

en la librería Cienfuegos(París) dirigida por Miguel Angel Petracca

*Los poetas Raúl Zurita y Gerardo Jorge en lectura.

 

Fernanda Laguna y Francisco Garamona (Ministerio del Misterio) 

Primera presentación en Galería Oscar Cruz, San Pablo

 

Todo lo que brilla sobra

 

Voy por un túnel que está atestado de muñecas que me empujan sin mala onda. Muñequitas con sombreros de copa, llenos de champagne. Es la inauguración de Ariel Cusnir, casi todos cuadros transparentes, con la belleza del vidrio donde la luz relumbra un instante, se posa y luego salta de una imagen a otra. Cuelgan arañas de gruesas cadenas de oro de los techos. Cuelgan dicroicas de sogas de platino. A una de las muñecas se le ocurre que nos saquemos los sombreros. Y todas lo hacemos, cada una a su ritmo. Se derrama en el piso gran cantidad de champagne. Una de las muñecas, la más fina, se me acerca y me dice “hola”. Yo la miro entre los cinco dedos de una de mis manos. Los abro y cierro, los abro y cierro para seducirla más, y la saludo: “hola”. Ella me toma de la cintura y me arrastra hacía donde hace más frío, hacia lo oscuro. Mis pies dejan profundos surcos en el piso porque es de arena. Si me pierdo tal vez alguien pueda encontrarme, siguiendo mis huellas. De repente me doy cuenta que la muñeca no posee pupilas, ni siquera los dos ojos enteros. Tiene dos mitades que si una las pudiera unir formarían uno solo ojo casi completo. No sé por qué no siento miedo sino pena. Me confiesa que las personas huyen de su mirada. Yo no le contesto nada. Desde acá miro los cuadros de Ariel, son tan bellos y a la vez tan distantes… Pienso que la vida se ha detenido un poco en ellos. Este arte no nace de la nada, ni del azar. Su pintura es pura reflexión, puro presente. Y cada escena como que nos interroga sobre el misterio de las cosas. Al rato la muñeca y yo volvemos siguiendo los surcos y borrándolos con las palmas de las manos y las rodillas para que nadie nos persiga. En el salón brillan las copas de cristal a medida que las muñecas las chocan haciendo chic-chic. ¿Nadie quiere creerme?

 

María Gainza

My Buenos Aires (La Maison Rouge, París)

Tanto en sus acuarelas como en sus óleos, Ariel Cusnir utiliza su virtuosismo con economía, sin caer en las pirotecnias a las que una facilidad endiablada para el dibujo puede arrastrar. Es su dominio expresivo lo que produce el silencio, ese que en sus imágenes se oye tan fuerte. Cusnir es un artista de la contención. Incluso en las escenas con movimiento éste parece congelado. Su inmovilidad es parte de su peso psicológico. Es la emoción no la acción lo que interesa a Cusnir, o más bien, lo que bulle debajo de las cosas como en aquél restaurant donde las personas se miran pero no se ven y como pequeñas islas permanecen cada una ensimismada sobre su taburete, en la tranquilidad de su mundo, imbuidas en una «mezcla de memoria y deseo» diría T. S. Eliot en la Tierra Baldía.

 

Los teatros de la mirada viajera

por Gerardo Jorge 

Segunda exposición en la Librería Cienfuegos, París

 

La obra de Ariel Cusnir (Buenos Aires, 1981) ostenta un raro posicionamiento dentro del de por sí enigmático lugar de la pintura como género y formato en la actualidad. No adherida a un motivo en particular (como sucede con tantos pintores cuyo nombre es sinónimo de una imagen, de un personaje, de temas, referencias o íconos) sino a un ejercicio de mirada y composición que se despliega a través de motivos diversos y -a veces- en apariencia incompatibles, su deriva tiene la marca de valerse de la cita de una multiplicidad de tradiciones pictóricas y entornos narrativos a través de una mezcla sutil que define, finalmente, un territorio de presente. Allí, por obra de una mirada perpleja y enrarecida, resuena cierto vacío lírico de lo contemporáneo entendido como sobreabundancia de anclajes históricos que se neutralizan y hacen eco mientras se pierden, niegan o tensionan. En ese paseo por diversas narrativas, un gesto de recuperación de la idea de la pintura como indagación en lo social y en la historia convive con una marcada búsqueda de ficción y atemporalidad (por la cual delfines aparecen en medio de un paisaje terrestre y códigos de la ilustración invaden a las obras); todo esto con una sensación de fruición, de porque sí, que mantiene a la obra en un lugar indecidible entre el lirismo y el extrañamiento, disolviendo también toda marca clara de temporalidad. La de Cusnir es una obra del intersticio, del entre.

Indios, deltas, helicópteros, lagunas, automóviles de carrera o canchas de tenis perdidos en una jungla, pero también escenas domésticas de interiores (jóvenes con sus computadoras, mesas con sus manteles y platos, señores y señoras en poses comunes de fotos de archivo familiar), o bien ladrones llevando a cabo sus tareas, pero también delfines y personajes como de videojuego en desiertos o praderas, constituyen algunos de los motivos que Cusnir transita en su pintura, yendo del óleo a la acuarela y evocando, según el caso, gestos tanto del impresionismo como de una poética objetivista. Acaso, para pensar lo que esta mezcla define, valga recordar las palabras de Silviano Santiago acerca del gran aporte de la cultura latinoamericana a la cultura universal: la destrucción de toda unidad de pureza. En Un restaurante, Cusnir logra otra vez ese extraño efecto de producir obras atravesadas por tradiciones múltiples y conocidas que conservan sin embargo un perfume de rareza y gratuidad que las hace contemporáneas, inscriptas a su modo en el presente y prescindentes de todo anclaje. El tópico es familiar: el restaurante es tanto un ámbito en el que la pintura se nutre de motivos (naturalezas muertas, bodegones), como un tema y motivo en sí mismo (emblemáticamente en Hopper y en toda una tradición norteamericana); y opera a la vez como espacio concreto de exposición, como en los restaurantes populares con sus cuadritos (reproducciones de naturalezas muertas y paisajes que producen una remisión a infinito al mezclarse con paneras y arreglos “reales” en el salón). Motivo, espacio de exhibición, arsenal de imágenes, punto nodal de energías sociales: Cusnir aprovecha todas esas resonancias, se interesa por ellas, las espía o investiga, pero hay algo en el gesto de las obras (en el complejo entre tema, soporte y técnica; en la forma en apariencia “azarosa” en que se construye la serie) que da cuenta de un exceso, de una redundancia a sabiendas, de un deslinde que también desoye esa marca del pasado y la tradición. En una pintura no incluida en la muestra, aparece el prócer nacional Sarmiento echado en un sillón lateral de un restaurante. En otras, las pirámides (de papas o de copas) aparecen como modelos a escala de lo que es negado por la restricción del motivo (el afuera). En la mirada del mozo identificamos un halo soñador en apariencia inapropiado para el verosímil de este tipo de obra. Es que donde otros exageran la nota “clínica”, Cusnir se muestra en cambio oscilante y soñador, como su personaje. En sus obras, siempre que hay algo, hay otra cosa: la pintura busca mantenerse en su estado de liquidez, en su imprecisión productiva, en su carácter tentativo, desmarcándose a través de una vaguedad u oscilación.

En el cruce entre improntas más y menos narrativas, más y menos oníricas, claras y oscuras, y devorándose los ecos europeos, norteamericanos y locales, Cusnir despliega un cierto animismo de lo banal que es tanto una mirada perpleja sobre un lugar desencantado, como una analítica de un espacio entendido como prisma representacional, como una crónica afectiva de una cotidianidad que encuentra en este espacio un emblema (Buenos Aires es, como París, ciudad de cafés y restaurantes).
Todo esto sin renunciar a la cosmovisión de un mundo todo hecho de miniaturas, sustituciones y representaciones. La afectividad de la mirada viajera de Cusnir, curiosa y a la vez flotante, es el lugar donde se reúnen las preguntas de estas pinturas, punto de contacto improbable entre tradiciones, paletas y narrativas, que sólo es posible en la excentricidad misma de una propuesta que resulta –sin proponérselo, como no puede ser de otro modo- exponente cabal de la lateralidad provocativa con que el arte latinoamericano comenta, subraya, ríe, remezcla las grandes tradiciones. No deja por eso, sin embargo, de aprovecharlas, incorporarlas y usarlas en la labor misteriosa de una pintura que se aboca de lleno a un presente desafiante y que constituye una obra que activa el proceso más elemental y singular del arte: hacer ver, imaginar, derivar, multiplicar las diferencias.

 

 

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